Estás en el Museo del Prado frente al Saturno de Rubens. La escena es un estoque que te parte en dos: lo bello y lo terrible. En el borde superior, tres luces te dan las largas. ¿Qué “pintan” ahí? La crudeza de la representación desvía la atención de la mayoría de los visitantes sobre este pequeño detalle; sin embargo, en esas pinceladas breves Rubens inmortalizó sin pretenderlo la esencia misma del método científico, el sistema más fructífero de cuantos el ser humano ha diseñado para desentrañar los misterios de la naturaleza.
Los tres destellos dorados responden a la intención de Rubens de integrar en su lienzo un elemento realista con el que complementar la iconografía clásica del mito. Pero si lo que buscaba era enriquecer su obra con una representación astronómica veraz, ¿por qué incluyó tres cuerpos en lugar de uno? Hoy en día, cuando pensamos en Saturno, lo primero que se nos viene a la cabeza es una esfera embutida de un generoso cinturón de anillos; invitad a un niño a plasmarlo y dibujará un círculo orondo bailando un inmenso hula hoop. Aunque no es el único planeta del sistema solar con esta característica – Júpiter, Urano y Neptuno también cuentan con su propio sistema anular – es, desde luego, el más conocido de todos. Este estereotipo ya forma parte del inconsciente colectivo, pero no siempre fue así. Hasta que en 1659 el astrónomo Christiaan Huygens publicara su rompedora tesis de que el planeta contaba con un disco masivo situado en su plano ecuatorial – matizada poco tiempo después por Giovanni Cassini y afinada en siglos posteriores por Pierre–Simon Laplace y James Clerk Maxwell, – la imagen que se tenía de este cuerpo celeste era un tanto diferente. Cuando Rubens pintó Saturno devorando a un hijo en torno a 1636, la única descripción científica disponible era la documentada por Galileo Galilei tras la campaña de observaciones realizada entre 1610 y 1612.
Galileo, que por aquel entonces era el científico más reputado de la época, había fabricado en 1609 un telescopio en base a un diseño patentado por ópticos neerlandeses pocos meses atrás. El instrumento debió ser muy similar al representado por Brueghel el Viejo en su obra Paisaje con vista del castillo de Mariemont (1608–1611), conservada en el Virginia Museum of Fine Arts de Richmond, en Estados Unidos. La primera campaña de observaciones de Galileo, cuyos resultados recogió en su obra Sidereus Nuncius (1610), legó aportaciones titánicas a la astronomía moderna: incluyó descripciones detalladas de la orografía lunar, identificó la estructura de la Vía Láctea como un conjunto de estrellas independientes y descubrió los primeros cuatro satélites de Júpiter, planeta del que no se conocerían más lunas hasta la última década del siglo XIX. También fue el primero en observar Saturno con un telescopio. Y cuando lo hizo, se percató de algo que le dejó atónito: al igual que el resto de planetas, Saturno era un cuerpo circular, pero lucía dos extrañas protuberancias en forma de asa adosadas a los lados. Estas simpáticas orejillas no eran precisamente lo que el científico pisano esperaba encontrar tras la lente, pero, en base a la experiencia adquirida en el descubrimiento de las lunas de Júpiter, las asoció con un sistema satelital de dos cuerpos, los cuales, por puro azar, había observado en configuración simétrica. Sin embargo, en sucesivos avistamientos advirtió que las lunas no variaban su posición relativa con respecto al cuerpo principal: siempre las encontraba en el mismo lugar. De ser satélites, se esperaría que orbitasen en torno al planeta, pero verlas estáticas descartaba esa posibilidad. Para más inri, en 1612 las protuberancias desaparecieron, transformando a Saturno en un objeto esférico simple. Aquello era un auténtico cachondeo óptico.
En realidad, ocurrían dos cosas que la Física solucionaría en décadas posteriores: (1) la óptica del telescopio de Galileo no permitía resolver la imagen con una nitidez suficiente como para distinguir los anillos de Saturno y (2) en 1612 la posición relativa entre el observador y el planeta era tal que avistó el plano de anillos “de canto”. Así, los dos objetos que flanqueaban el cuerpo central simplemente se diluyeron a causa de la insuficiente resolución del aparato. El científico decidió dar carpetazo al asunto y concluyó que se trataba de un objeto triple, dejando constancia de ello en su Historia y demostraciones sobre las manchas solares y sus accidentes (1613), donde encontramos una original representación esquemática de Saturno embebida en el texto: «[…] porque siendo la figura de Saturno así oOo, como muestran a las perfectas vistas los perfectos instrumentos […]» Influido por estas descripciones, Rubens introdujo al sexto planeta en su pintura en forma de tres destellos luminosos.
Cuando admiro esta obra, siento estar ante a un trozo de ámbar que guarda un fósil científico en su interior. En apenas veinte pinceladas, el artista plasmó un conocimiento que, si bien en ese momento se consideraba puntero, se demostraría obsoleto tan solo cinco décadas más tarde. Desde la perspectiva de los hombres y mujeres del siglo XXI, estos tres destellos adquieren un nuevo significado: son la materialización misma de la forma en la que avanza la ciencia, contrastando hipótesis, desmintiendo teorías, imponiendo un estado de permanente revisión de las respuestas a casi cualquier pregunta que se formula.
El hecho de que un artista de la talla de Rubens decidiese integrar en sus obras referencias explícitas a avances científicos indica que en su entorno estaba ocurriendo algo fuera de lo común. Iniciado tan solo unas décadas atrás, el luminoso periodo de la Revolución científica fue dotando progresivamente a los investigadores de un lenguaje formal – las matemáticas modernas – y un marco metodológico – el método científico – que, por primera vez en la historia, les permitía acometer una exploración sistemática y rigurosa del universo. La nueva ciencia era capaz de describir con inusitada precisión sistemas, movimientos, fenómenos y trayectorias. Las matemáticas, la física y la química eran armas de exploración masiva a disposición de unos científicos que, como niños con zapatos nuevos, ahora tenían acceso a un conjunto de herramientas a la altura de su hambre de conocimiento. En paralelo, los avances técnicos en el campo de la ingeniería ayudaron a perfeccionar los procesos de fabricación de los instrumentos de observación y medida, cuya precisión resultaba fundamental en la validación de las hipótesis. Uno tras otro, los telones que hasta entonces velaban los fenómenos naturales comenzaron a caer a una velocidad y con una determinación nunca antes vistas. Ese optimismo colectivo debió contagiar a los intelectuales y artistas del momento de un estado de ánimo vibrante y predispuesto para el asombro. Todo estaba por descubrir.
No hace falta salir del Museo del Prado para encontrar más ejemplos de obras en las que Rubens introdujo referencias a la ciencia de vanguardia. En el lienzo Alegoría de la Vista, realizado en 1617 en colaboración con Jan Brueghel el Viejo, los pintores nos invitan a admirar una Wunderkammer repleta de obras de arte y artefactos de todas clases, entre los que se encuentran varios instrumentos de medición astronómica: en el lateral izquierdo podemos identificar una esfera armilar, un astrolabio y diferentes modelos de cuadrantes y sextantes distribuidos entre el suelo y una mesa poligonal. Venus y Cupido son las únicas figuras en escena: el pequeño querubín le ofrece a la diosa una pintura, y entre ambos aparece representado con gran detalle un flamante telescopio galileano. Su ubicación en la composición nos indica que los autores quisieron otorgarle una relevancia especial. No en vano, es el instrumento que magnifica la vista, el sentido que da título a la obra.
En la misma sala en la que cuelga el Saturno podemos admirar otro trabajo de Rubens claramente influenciado por los avances científicos de Galileo. Al igual que el dedicado al dios caníbal, el lienzo conocido como El nacimiento de la Vía Láctea formó parte del grupo de sesenta pinturas que el rey Felipe IV de España encargó a Rubens para decorar el interior de la Torre de la Parada, un pabellón de caza situado en el Monte del Pardo, a las afueras de Madrid. En esta escena encontramos representada a Juno, la principal de las deidades femeninas del panteón romano. Según la tradición, su leche tenía la propiedad de convertir en inmortal a todo aquel que la ingiriese. Sabedor de este don, su esposo Júpiter pensó que sería buena idea colocar a uno de sus vástagos extramatrimoniales sobre el pecho de su esposa cuando ella durmiera. El retoño en cuestión no era otro que Hércules, el fruto de sus recientes escarceos con la mortal Alcmena. En el plan urdido por Júpiter, el pequeño mamaría mansamente y la leche mágica lo tornaría en un ser eterno antes de que su mujer despertase. Pero algo salió mal: la agitación del niño durante el proceso de succión sobresaltó a la diosa, quien, agraviada por el engaño, lo apartó violentamente de su pecho. Este es el preciso instante que Rubens representa en la obra: con Hércules a un lado, la leche continúa fluyendo y regando el vacío, acción que daría origen al nacimiento de la Vía Láctea.
Tal y como se comentó anteriormente, la campaña de observaciones que Galileo realizó entre los años 1609 y 1610 le llevaron a concluir que, al contrario de lo que se creía hasta entonces, la Vía Láctea no tenía la consistencia de una bruma densa, sino que estaba formada por un ingente conjunto de estrellas independientes entre sí, las cuales se percibían a simple vista como un conglomerado a causa de la distancia. Si nos fijamos en el cuadro con atención, comprobaremos que los chorros de leche que brotan del pecho de Juno manan de forma continua al inicio de la trayectoria, pero el pincel de Rubens tiende a resolverlas como puntos a medida que se alejan y se funden con el telón de fondo de la noche. Esta decisión también parece una trasposición directa de las descripciones facilitadas por Galileo en Sidereus Nuncius.
Las tres obras comentadas son una clara muestra de cómo el arte es un cronista privilegiado de su tiempo. En el caso de la Revolución científica, Rubens y otros artistas, como Adam Elsheimer o Artemisia Gentileschi, nos invitan a experimentar el vértigo que la sociedad del Barroco sintió al asistir en directo a la caída definitiva de los antiguos mitos que explicaban el orden del mundo. En su lugar, la nueva ciencia se abría paso apostando decididamente por la mirada nítida y sistemática de la razón como única forma rigurosa de aproximarse a la verdad de la naturaleza. Y aquello funcionó como nadie se hubiera atrevido a imaginar jamás: sin Galileo, sin Huygens, sin Newton, hoy no estaríamos hablando de viajes a Marte ni de las exóticas propiedades de las partículas subatómicas, al menos no en la forma en la que lo hacemos en la actualidad. Su trabajo y el de muchos otros que discretamente les precedieron cambiaron nuestra imagen del universo para mejor y para siempre.
Es por ello por lo que resulta tan aconsejable mirar los cuadros de estos artistas bajo el prisma de su contexto: las obras concebidas durante el cambio de paradigma acontecido en la Revolución científica retratan la admiración por un extraordinario logro colectivo de la humanidad. También dan testimonio de la relación entre dos mundos, arte y ciencia, que hoy en día son vistos por muchos como polos opuestos. Quizá sea el momento de hacer añicos esa creencia errónea. Tal y como acabamos de comprobar, el arte nos enseña que la ciencia es una escalera que, peldaño a peldaño, nos permite ascender hacia los secretos más íntimos de las estrellas. Y el arte, la interpretación que del mundo hace el artista, no es sino otra escalera que nos habilita para adentrarnos en el insondable misterio de la naturaleza humana. No es necesario elegir entre ellas: somos arte. Somos ciencia. Somos dos formas complementarias de experimentar la infinita belleza que nos rodea.