Deseo

Aquella mañana de 1767 no era una mañana cualquiera en el palacio Fontainebleau. La mayoría de los jóvenes de la corte se arremolinaban en torno a una pequeña plaza al oeste del jardín de frondosas. Invadían los parterres de prímulas y jazmines y algunos incluso se habían encaramado al plato de la mohosa fuentecilla que presidía el centro del espacio. Después de casi una hora de espera, el operario hizo acto de presencia. Portaba al hombro una larga escalera de mano, dos bobinas de cuerda y un tablón. No saludó ni se fijó en nadie en particular. Hincó la escalera en la arena y descansó sobre ella con la pose exacta del Hércules Farnesio. Algunas de las damas rieron y murmuraron divertidamente tras los abanicos, mientras los hombres a su alrededor les chistaban y torcían el gesto, contrariados por el éxito del forastero. El operario mesaba sus barbas mientras examinaba con atención las ramas del frondoso roble que crecía a la orilla de la plaza. Le interesaban especialmente las más gruesas y nudosas. Finalmente, se decantó por una que serpenteaba varios metros en el aire, casi paralela al suelo, pero con un ángulo lo suficientemente oblicuo como para soportar el peso de un hombre corpulento sin resentirse. Apoyó el extremo de la escalera en la rama y ascendió pausadamente, sopesando la seguridad de cada paso. Una vez que alcanzó la altura de la rama, anudó y aseguró dos cuerdas dejando cuatro palmos de distancia entre los extremos. Propinó un tirón a cada nudo; con un escueto voilá dio por buenas las pruebas de carga. Descendió con idéntica prudencia, volvió a cargar la escalera y los aparejos al hombro y sin mediar palabra se hizo diminuto por el camino que conducía a la entrada principal. El columpio pendulaba suavemente en el aire, mecido por una imperceptible brisa del sur.

Puede que los hechos no ocurrieran exactamente de este modo. O quizá sí. Lo que sabemos con certeza gracias a las fuentes históricas es que las décadas que precedieron a la caída del Antiguo Régimen fueron los años dorados del columpio en Francia: cientos, miles de estos apéndices lúdicos se instalaron en las ramas más fornidas de parques públicos y jardines privados a lo largo y ancho del reino. Encontramos bien documentado, por ejemplo, el caso del desaparecido château de Marly, a apenas diez kilómetros del palacio de Versalles. El marqués de Dangeau, pormenorizado cronista de los últimos años del reinado de Luis XIV, relata en su diario que en 1691 se instaló en sus jardines un novedoso modelo de columpio de cuatro plazas que buscaba ser un revulsivo para los jóvenes de la corte, adocenados por un ocio basado casi exclusivamente en los juegos de cartas.

En el ámbito social, especialmente entre la aristocracia y la burguesía, el movimiento rococó surgido a partir de la tercera década del siglo XVIII permitió ir desabotonando paulatinamente el asfixiante corsé de normas de etiqueta impuestas durante el reinado del Rey Sol. Esta relajación en las formas favoreció la aparición de una nueva tipología de juegos cuyas reglas buscaban generar entre los participantes un estado de desorientación y desorden que justificase actos licenciosos no permitidos por la moral ordinaria. Ejemplos de estos nuevos pasatiempos fueron la gallina ciega, el balancín o el columpio, todos ellos retratados por Francisco de Goya en su famosa serie de cartones para tapices. En el caso del columpio, la sensación de desorientación se produce a consecuencia del efecto de la velocidad del movimiento pendular sobre el sentido de la vista, el cual se torna incapaz de procesar en tiempo real toda la información captada por la retina. Esto, unido a la sensación de caída libre que se agarra a las vísceras en determinados puntos de la oscilación, hace que nos sintamos embriagados por un placentero vértigo en el que se entremezclan el gozo y la angustia a partes iguales. Probad este experimento: tomad en brazos a un bebé y soltadlo con suavidad hacia arriba, permitiéndole experimentar durante unos instantes la sensación de ingravidez; la mayoría de las veces el pequeño será presa de una risa contagiosa en la que podremos identificar su miedo y su disfrute con igual intensidad. Al crecer, algunos seguirán acudiendo a los parques de atracciones para buscar un estímulo semejante en montañas rusas, lanzaderas y otras máquinas de tortura consentida, un reencuentro con esa dulce adrenalina que libera el organismo al exponerlo a ciertos peligros controlados. 

Esa pequeña inyección hormonal desinhibe y cambia el ánimo en caso de que nos encontremos en una dinámica de pensamiento negativa. La pérdida momentánea de control nos resetea, y este era precisamente el efecto buscado por el juego del columpio en la época del Rococó: la percepción alterada de la gravedad provoca que los receptores de la imagen y el equilibrio envíen información confusa al cerebro. En la Enciclopedia de Diderot se define esta sensación como vertige momentané (vértigo momentáneo), asociándola a un defecto transitorio de la vista consecuencia de la acción de las fuerzas de inercia del movimiento circular sobre el nervio óptico. Como un gran péndulo, el columpio hipnotiza progresivamente a sus jinetes sumergiéndolos en un suave y placentero mantra:

S

            U

B

           

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A

J

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U

   B

        E

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S

U

   B

        E

B

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J

A

El arte de la época constata la importancia que el columpio llegó a adquirir en la sociedad francesa. Prueba de ello es que fue elegido como tema principal en un buen número de obras de los mejores pinceles del rococó galo, como François Boucher, Antoine Watteau o Jean–Honoré Fragonard. Tal es su recurrencia que nos hace sospechar que detrás de este inocente divertimento se escondía algo más.

En la obra Los felices azares del columpio de Fragonard – conocida simplemente como El columpio – vemos a una mujer joven balanceándose en el preciso momento en el que las leyes de Newton se cobran uno de sus delicados zapatos. El marco es un bosque de hoja caduca tan minuciosamente representado que casi podemos escuchar el trino de los pajarillos y el rumor del aire. Un cañón de luz penetra por un hueco entre la espesura iluminando a la dama de modo cinematográfico. Ella es el eje de la composición – porque en su figura convergen todas las geometrías – pero la protagonista conceptual de la obra es la mirada, el acto mismo de mirar. La joven observa a un joven que la sigue recostado en el suelo. Él también la mira, aunque no precisamente a la cara: sus ojos ardientes se fijan en las enaguas bajo la falda del vestido, que a cada ráfaga del columpio ondea y se abre como la corola de una flor permitiéndole acceder a lo que normalmente permanece oculto. Este juego erótico era un acto frecuente y consentido por ambas partes en el contexto del vertige momentané generado por el balanceo del columpio. De hecho, algunos investigadores apuntan a que tanto la composición elegida por Fragonard – abundante en diagonales, espirales y ramas curvas que simulan la sensación de movimiento circular – como las diferentes intensidades y variaciones de su pincelada, buscaban transmitir al espectador la ilusión óptica producida por el vértigo, la cual resultaría aún más evidente para los espectadores de la época. 

A pesar de que hoy en día El columpio es la obra más conocida de Fragonard, originalmente fue concebida para satisfacer un encargo privado de uno de los miembros de la corte, por lo que prácticamente nadie tuvo acceso a ella en vida del pintor. El cliente fue franco y directo al solicitar el encargo: deseaba una obra de fuerte carga erótica para adornar el gabinete privado de su mansión. Esto no es algo que deba sorprendernos ya que, convenientemente decodificada, la pintura se revela como un verdadero horror vacui de referencias sexuales: el zapato proyectado al aire, símbolo del abandono de la mujer a la pasión; el pie descalzo, alusión a su virginidad; el perrillo ansioso, bien signo de fidelidad, bien de la impaciencia del deseo; la estatua de Cupido, que con el dedo cruzado sobre los labios podría estar previniéndonos sobre la naturaleza secreta de ese amor; el sombrero que sostiene el galán, utilizado en el Rococó como accesorio para disimular las erecciones; el hombre que empuja a la dama, que insinúa la existencia de un triángulo amoroso. El propio movimiento ondulatorio del columpio es una metáfora del ritmo de la penetración. La intención de los propietarios al exhibir una obra de esta naturaleza en su gabinete privado no era otra que servir de estímulo erótico para avivar la pasión amorosa tanto de la pareja como de sus invitados, los cuales, al internarse en ese sanctasanctórum, accedían a una realidad paralela en la que no había sitio para las reglas del decoro.

Las connotaciones sexuales del columpio no se restringían únicamente a los espacios cortesanos. Cronistas como Nicolás Edme Restif de La Bretonne o François Cognel nos hablan de que el voyeurismo asociado a su práctica era habitual y consentido en parques y jardines públicos de París y otras ciudades señaladas. La relajación de las costumbres es una constante en el ocaso de los imperios; en la Francia del Antiguo Régimen, el columpio se nos muestra como la metáfora del péndulo que con su tic–tac deshojaba la cuenta atrás hasta el 14 de julio de 1789, el día en el que el mundo cambiaría para siempre.

El deseo es uno de los motores del mundo. Sus pulsiones han detonado guerras antiguas y modernas tanto en la realidad como en la fantasía. En la escala cotidiana, su perfume embriaga buena parte de los momentos más intensos de nuestras vidas. Es uno de los rasgos esenciales de la condición humana y como tal ha sido retratado a lo largo de la historia: desde los templos hindúes de Khajuraho hasta el Apolo y Dafne de Bernini, desde la Guerra de Troya hasta el Decamerón de Bocaccio, el deseo ha protagonizado una parte muy significativa de nuestra producción artística. A veces, como en el caso de Fragonard, sus códigos han de mostrarse hábilmente encriptados, lo cual exige a las siguientes generaciones un ejercicio de contextualización previo que nos enriquece y conduce a una mejor comprensión de las sociedades en las que estas obras se produjeron. 

Porque somos, deseamos. Inevitablemente, nos saciamos en la belleza y las cualidades de los demás. En ese dulce vértigo que, como un columpio,

nos mece

 en el anhelo

          de la piel

        del otro.

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