Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Así se queja Segismundo, el reo más famoso del teatro español, a la conclusión del segundo soliloquio de La vida es sueño, la obra maestra de Pedro Calderón de la Barca (1600–1681). La trama se sitúa en Polonia. Un oráculo informa al rey Basilio de que su heredero será un gobernante tirano y cruel cuando acceda al trono. Espantado por la profecía, Basilio decide encerrar a su hijo en una torre, ordenando castigo para todo aquel que se acerque. Casi nadie sabe de su existencia. El propio Segismundo desconoce quién es realmente. Aislado, será imposible que el mal augurio se materialice. Pero el teatro, como la vida, es acción, y la acción la desencadena el conflicto: la entrada en escena de dos extranjeros provocará dudas en Basilio, quien finalmente concederá a su hijo la oportunidad de desmentir al oráculo. Y es ahí, en ese vórtice metafísico, donde comienza un experimento humano que constituye uno de los ejercicios dramáticos más brillantes de todos los tiempos.
La vida es sueño es un diamante literario: de sus múltiples facetas se desprende una inabarcable colección de consideraciones filosóficas, éticas y morales que el genio de Calderón consiguió hacer brillar al unísono y con idéntica fuerza. Pero no todo en su obra es profundidad conceptual: en sus textos también se alcanzan algunas de las cotas más sublimes de la lengua castellana. Su léxico es sensual, puro, quirúrgico; sus versos se deshacen en el oído detonando una inigualable explosión de placer físico y espiritual. En palabras del director italiano Luca Ronconi, “su rigurosa concisión comprime, en rápidos juegos lingüísticos, complicados pasajes intelectuales y sinuosos estados de ánimo”. No en vano, Calderón fue uno de los faros intelectuales del Romanticismo alemán: Goethe dijo en una ocasión que, si toda la poesía del mundo desapareciese, sería posible reconstruirla a partir de los versos de El príncipe constante. Precisamente otro de los grandes dramas calderonianos, El mágico prodigioso, influiría decisivamente en el Fausto de Goethe, considerada la obra cumbre de la literatura alemana. Artistas de la talla de Wagner, Schiller o Cósima Listz compartieron fascinación por la obra del dramaturgo barroco, que ocupaba un lugar destacado dentro de su universo cultural.
La figura de Calderón es equivalente en talla y aspiraciones a la de otros intelectuales de su tiempo, como Galileo o Descartes, aunque mucho menos conocida. Los tres compartieron la fascinante profesión de exploradores de la condición humana: valiéndose de las herramientas que les ofrecían sus respectivas áreas de conocimiento, supieron penetrar audazmente en nuestro laberinto y arrojaron luz sobre rincones de nuestro ser que nunca antes habían sido iluminados. Entre las múltiples lecturas que pueden hacerse de La vida es sueño, la que nos interesa en este capítulo es la que reflexiona sobre la libertad del individuo. Cuando la obra se estrenó en el año 1635, el panorama cultural se encontraba agitado por una vieja polémica teológica acerca de la naturaleza de la libertad: en un rincón del cuadrilátero, los católicos, que defendían la existencia del libre albedrío y la libertad de elección; en el vértice opuesto, los luteranos, negando la mayor y abogando en su lugar por un determinismo de origen divino sin espacio para las salidas de guion. La vida es sueño recoge el guante de esta problemática para hacer una de las cosas que mejor sabe hace el arte: dotar a aquello que nos importa en cada momento de la historia de un envoltorio que lo conserve e invite a la reflexión. Este Show de Truman del siglo XVII nos muestra el sufrimiento de un hombre doblemente prisionero: por un lado, el breve espacio de la torre restringe su libertad de movimiento; por otro, la narcotización de las mentiras a las que le expone su padre interfieren en su correcta percepción de la realidad, en su acceso al Yo. No sabe dónde está. No sabe quién es. La falta de esas respuestas lo torturan y confunden, empujando a su mente al abismo. Resulta conmovedor verlo sobre el escenario retorciéndose entre el tintineo de sus cadenas, bramando a un mundo que no lo escucha, un mundo en el que está, pero del cual no puede formar parte. Los versos del primer monólogo de Segismundo son una oda al trastorno que la falta de libertad provoca en el individuo; en la vida que anhela, hasta los pajarillos y los riachuelos que ve desde la ventana parecen gozar de mayor suerte que él:
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe
privilegio tan suave
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?
.
A través de su voz y su gestualidad, los grandes actores nos hacen aprender por canales secretos imposibles para cualquier otra forma de comunicación. Son esas conexiones sutiles que únicamente se dan dentro del campo magnético que produce el escenario. Así me ocurrió con la interpretación de Blanca Portillo en la versión de La vida es sueño de Juan Mayorga dirigida por Helena Pimienta para la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el otoño de 2012. Su Segismundo – quizá el más monumental de los últimos años –, nos presenta a un hombre forzado a actuar en contra de su naturaleza a causa de las crueles condiciones a las que le somete su padre, pero que, a medida que la obra avanza, se reconstruye gracias a una catarsis que le permitirá dominar sus impulsos y ser por fin dueño de su voluntad. Entre otras muchas cosas, la magistral interpretación de Blanca Portillo evidenció a los espectadores que, sin libertad, la dignidad del individuo es imposible. La libertad es la sangre del espíritu; si se estanca, nuestro fluir se coagula y acabamos por marchitarnos rápidamente. La razón de ser de cualquier especie es transitar el tiempo que le ha sido concedido eligiendo su propio camino. No hay mayor placer – ni mayor vértigo – que poder decidir sin ataduras cuál será nuestro próximo paso. Al final de La vida es sueño, Segismundo demuestra que la profecía que lo describió como un monstruo era errónea: eran las acciones preventivas de Basilio las que esculpían larvadamente el lado más oscuro de su personalidad, abocándolo a la confusión y la locura. Tras recibir esos tormentos, el príncipe podría haber mantenido una actitud cruel y vengativa, pero elige ser magnánimo y perdonar a su padre. La tesis moral más importante de la obra es que el destino del ser humano no está predefinido: siempre podemos elegir el bien a la hora de actuar.
El arte nos interpela con preguntas clave para nuestro crecimiento personal. El denominador común de las grandes obras es que no concluyen con el punto y final o la última nota, sino en puntos suspensivos que nos ceden la acción y la palabra. El efecto del arte con mayúsculas no se diluye al doblar la esquina del teatro o el auditorio de regreso a casa; muy al contrario, tras el proceso de contemplación o escucha comienza un rico viaje personal en el que asimilaremos lo aprendido y lo incorporaremos a nuestra vida cotidiana. Si hiciésemos una encuesta a la salida del teatro tras una representación de La vida es sueño, encontraríamos que la reacción más inmediata en el espectador del siglo XXI es el cuestionamiento de la realidad: ¿es auténtico el mundo que percibimos o, por el contrario, una simplificación fruto de un engaño sensorial? En ocasiones, se suelen establecer paralelismos entre este drama y la película Matrix, de los hermanos Wachowski. Lo cierto es que Calderón cuenta con una habilidad especial para despertar ese filósofo que todos llevamos dentro, pero que hiberna durante la mayor parte del tiempo a causa de la aceleración de la vida moderna. La lectura de La vida es sueño desde el punto de vista epistemológico es sin duda una de las más interesantes, pero su abordaje requeriría de varios capítulos, cuando no de un libro entero. En su lugar, y aprovechándonos de la singular polifonía del texto, prefiero orientar el camino de puntos suspensivos que nos cede la obra hacia el terreno de la psicología.
Resulta evidente que, tanto la ausencia de restricciones de movimiento como la independencia a la hora de obrar – el libre albedrío – son condiciones necesarias para considerar libre a un individuo, pero, ¿son también condiciones suficientes? En su momento, estas reflexiones me llevaron a la obra del pintor norteamericano Edward Hopper (1882–1967). Desconozco el motivo que me hizo plantear tal asociación de ideas. El arte, como cruce de caminos entre varias disciplinas, propicia este tipo de diálogos, y tampoco ganaríamos demasiado al tratar de comprender sus entretelas: a veces conviene dejar lo racional a un lado y dejarse caer por el tobogán. En obras como La Autómata (1927) o Noctámbulos (1942), Hopper representa a hombres y mujeres norteamericanos de clase media en ambientes que podríamos considerar como sus zonas de confort: apartamentos, cafeterías, restaurantes, medios de transporte o salas de espectáculos son las teselas que conforman sus icónicos mosaicos de vida cotidiana. En estas instantáneas no sucede nada en particular. Tampoco se aprecian indicios de que nada vaya a cambiar a corto plazo. Sin embargo, la contemplación de su inercia tediosa nos magnetiza de forma singular. En Sol de la mañana (1952), una mujer aparece sentada sobre una cama. Viste un camisón rosa y abraza sus piernas a la altura de las rodillas. La luz que entra por el amplio ventanal la empapa como una ablución. Parece serena, pero su mirada perdida transmite cierta aflicción. Los protagonistas de los cuadros de Hopper son como esas pieles que abandonan los reptiles sobre las piedras. Son carcasas. Larvas. Se muestran ensimismados en un conflicto interior que parece aislarlos y marchitarlos por dentro. Contemplar esas figurillas alicaídas en la intimidad de sus cuartos o apoyadas sobre las barras de las cafeterías no es muy distinto a observar a los animales que penan en las jaulas de los zoos; en ambos casos, reconoceremos a individuos que están, pero que no son; almas vacías que se encuentran claramente fuera de su elemento.
En todos los lienzos de Hopper se reconocen trazas de una misma paradoja: la de una sociedad en la cima del avance industrial que fracasa a la hora de satisfacer algunas de las necesidades básicas de sus miembros. Hopper eligió la cercanía de lo cotidiano para representar la insatisfacción y deshumanización que el progreso se cobra como peaje: lo que les falta a los personajes hopperianos para que en su mirada prenda la alegría es todo aquello que la vida moderna les ha arrebatado. Algunos de sus cuadros más icónicos fueron creados hace ya casi un siglo, pero sus mensajes siguen plenamente vigentes. Esa es precisamente una de las razones que hacen que cualquier exposición organizada en torno a la obra de este artista garantice el éxito de taquilla.
Si La vida es sueño nos convence de que no hay libertad efectiva sin libre albedrío, la obra de Hopper completa este puzle existencial añadiendo que el camino que conduce hasta ella presenta una segunda alambrada. Todos sabemos, por experiencias propias y ajenas, que la mente puede ser una cárcel mucho más angosta que cualquier celda. La depresión, la soledad, las fobias, la insatisfacción, el estrés o la enfermedad son solo algunos ejemplos de situaciones capaces de alterar nuestra psique hasta el punto de impedirnos experimentar la plenitud de estar vivos; a veces, aun pudiendo salir a la calle, elegiremos quedarnos en casa. No nos apetecerá hacer nada que no sea dejarnos herir por pensamientos negativos. Existen estados psicológicos con la capacidad de alterar la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos y de ennegrecer nuestra percepción del mundo, convirtiéndonos en reos tan sufridos como el protagonista de La vida es sueño. Porque ser libre no solo es poder ejercer el derecho a ir donde nos plazca: también consiste en no ser prisioneros de ciertos estados de ánimo.
Las obras de Calderón y Hopper nos enseñan que la libertad es una aspiración en la que convergen dos planos diferenciados: uno físico y otro mental. Desde nuestra privilegiada posición como ciudadanos del primer mundo, damos por garantizada la libertad física, olvidando que, para millones de personas, lejos de ser un derecho, se trata de un privilegio imposible de alcanzar. De hecho, la mayoría de estos hombres y mujeres suelen habitar países que Occidente utiliza como muleta para sostener la sociedad de consumo, una sociedad que, si bien puede considerarse libre en el plano físico, se fundamenta en principios que favorecen la amplificación de ciertos estados mentales negativos. Hablamos de sentimientos que aparecen como reacción al bombardeo constante de mensajes que incitan a la compra, al crecimiento o al éxito personal, como son el estrés, la frustración, el agotamiento o la soledad no elegida. A veces, nuestros días se parecen a ruedas de hámster donde centrifugamos los minutos y las horas sin dejar tiempo para nosotros mismos, para pararnos y pensar, para escuchar más allá del ruido de fondo cotidiano. Del diálogo entre Calderón y Hopper planteado en este capítulo nos llevamos una invitación a auditar la libertad que creemos disfrutar, planteándonos si verdaderamente se trata de una libertad en cuerpo y alma o, por el contrario, de un trampantojo que otros han diseñado para instrumentalizarnos y satisfacer sus propios objetivos. Si el presente no nos cala hasta los huesos, si lo transitamos en volandas y maniatados por emociones indeseadas como el estrés, la tristeza o la soledad, estaremos vivos, pero seremos incapaces de experimentar la plena libertad. Como los autómatas de Hopper. Como Segismundos de una vida que dista mucho de ser un sueño.